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¿Por qué me cuesta contar que voy al psicólogo?

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Irene Micó Cerdán
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“La salud es un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no meramente la ausencia de enfermedad”, Organización Mundial de la Salud, 1948.

Reunión de amigos durante el fin de semana. Comentan sus hazañas semanales en el trabajo, cómo han sobrevivido a los cúmulos de tareas pendientes, cómo han esquivado más de un conflicto, si han podido equilibrar la vida familiar y la laboral, cuál es el nivel de cansancio…

Para suavizar la situación, el refresco de por medio y alguna broma que permite “quitar hierro al asunto”.

De repente, uno de ellos menciona que la lesión de espalda le ha mejorado muchísimo desde que ha encontrado a un fisioterapeuta maravilloso. Otro, que por fin ha reducido el nivel de colesterol gracias a la ayuda de un nutricionista.

Un médico especialista ha confirmado que los dolores de cabeza frecuentes de un tercero se deben esencialmente al exceso de trabajo y el déficit de sueño.

Entre ellos, alguno ha visitado a un psicólogo porque se siente perdido. Porque tiene problemas con su pareja. Porque no sabe cómo asentar límites en el trabajo. Porque no acepta que no puede tener el control de las situaciones.

Pero, probablemente, la visita a este profesional de la salud no será compartida con el resto de amigos.

El poder del miedo y de la sensación de “debilidad”

Reconocer ante otros haber ido a un psicólogo o estar visitando a un psicólogo, aún hoy, viene a interpretarse (en muchos casos, erróneamente) que la situación es “crítica” y que la persona verdaderamente está “muy mal”.

A menudo, del entorno emana un tono alarmista que no necesariamente se corresponde con la realidad pero que, lógicamente, no siempre invita a compartir lo que estamos viviendo, sino que puede llegar a causar cierto temor.

El psicólogo es un profesional de la salud mental que tiene un conocimiento amplio sobre el funcionamiento del pensamiento, la emoción y el comportamiento humano, y se convierte en una orientación objetiva para la persona en pos de modificar algún aspecto de su vida (actitudes, estilos de razonamiento, patrones de conducta…) con los que no se siente del todo satisfecho.

Esta definición implica que, contrariamente a lo que se suele creer, el psicólogo no es un “loquero” que trabaja con “personas trastornadas”, sino que es capaz de ver a la persona y su experiencia de sufrimiento (en muchas ocasiones, la demanda de atención psicológica se debe a un proceso vital como un duelo o un divorcio, que nada tienen que ver con una alteración del estado de ánimo o la personalidad) para ayudarla a procesar y estructurar los eventos que le suceden de una forma más saludable y constructiva.

De hecho, algunas afirmaciones cotidianas de gente que acude a la consulta del psicólogo nos revelan que hemos cooperado con la persona en cuestión para realizar cambios importantes en su vida, como, por ejemplo: “ahora me encuentro mejor”, “tenía que haber hecho esto antes” o “me noto mucho más cómodo/a en mis relaciones”.

Un matiz muy importante: No podemos ni debemos atribuirnos el mérito absoluto de los cambios pues, como mi propia psicóloga solía decir: “Nosotros somos los entrenadores de un equipo deportivo, pero el partido, la parte más dura, la juegan ellos.”

Efectivamente, nosotros como los entrenadores somos aquellos que vemos cómo evolucionan las jugadas día tras día, semana tras semana, observando cómo se van produciendo los cambios y cómo se van instaurando en la vida de la persona en base a las técnicas que vamos enseñándoles a aplicar para diferentes problemáticas que pueden ir surgiendo.

Y, de nuevo, día a día y semana tras semana, hay momentos que, desde el banquillo del psicólogo, los logros que nos transmiten nos invitan a aplaudir (en más de una ocasión, literalmente) el esfuerzo depositado en cada uno de los pasos que se ha dado para avanzar.

Sin lugar a duda, las personas merecen un reconocimiento de los avances que dan. Es importante que nosotros formemos parte de ese análisis, pero también es algo muy productivo que ellos sean capaces de realizar una comparación entre su antes y su después, pues les resultará mucho más valioso a largo plazo.

Entonces, ¿cómo hacemos para que a la gente no le dé miedo hablar del psicólogo?

Honestamente, haciendo una buena labor. Empleando las mejores técnicas disponibles, teniendo objetivos claros y consensuados con la otra parte y buscando que, semana a semana, la persona tenga la sensación de estar invirtiendo un tiempo y un esfuerzo en algo que le merece la pena y le reporta resultados.

Algunas personas que jamás se habrían planteado visitar a un psicólogo, hablarán de nosotros cuando hayamos terminado con el proceso terapéutico, y compartirán sin ningún tipo de tapujos la experiencia de cambio que ha supuesto para ellos.

Otras, sin embargo, por cuestiones personales o sociales, puede que nunca mencionen el haber pasado por una consulta de atención psicológica.

Y, pese a ello, la mayor satisfacción para nosotros es saber que hemos colaborado en la construcción de algo bueno, y que la persona lo experimente de igual modo.

Algún día, probablemente no muy lejano, en la mesa en la que el fin de semana se reúne el mismo grupo de amigos, se reirán de las anécdotas vividas y de las apreciaciones que puedan haber compartido con este perfil profesional.

Probablemente, el mismo día en que la definición de salud mental deje de estar orientada hacia el estigma, y se reequilibre hacia el concepto de bienestar en su totalidad.

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