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Los errores de la memoria y su función adaptativa: Por qué olvidar nos hace más eficientes

Errores de la memoria
Jose Manuel Garrido

Imagina que tu memoria fuera una grabadora infalible. Cada conversación, cada rostro, cada detalle de tu vida almacenado con precisión milimétrica. Suena útil, ¿verdad? Pues en realidad sería un desastre. Te ahogarías en recuerdos irrelevantes, perderías horas buscando información trivial entre montañas de datos y, probablemente, colapsarías ante la incapacidad de priorizar lo importante. Por suerte, nuestro cerebro no funciona así. La memoria humana es selectiva, maleable y, sobre todo, imperfecta. Esos «errores» que tanto nos frustran —olvidos, confusiones, recuerdos inventados— no son fallos de fábrica. Son el precio de tener un sistema eficiente, capaz de adaptarse a un mundo cambiante.

Daniel Schacter, psicólogo de Harvard, lleva décadas estudiando estos fenómenos. En su libro Los siete pecados de la memoria (2001) y su reciente actualización (Schacter, 2023), propone que los lapsus memorísticos se agrupan en siete categorías: tres son «pecados de omisión» (transitoriedad, despiste y bloqueo) y cuatro de «comisión» (atribución errónea, sugestionabilidad, sesgo y persistencia). Lo revolucionario de su enfoque es que estos «errores» no son meros defectos, sino subproductos de mecanismos que, en general, nos benefician. Vamos a explorar cómo funcionan y por qué, en el fondo, los necesitamos.

Cuando olvidar es un superpoder

La transitoriedad —el desvanecimiento de los recuerdos con el tiempo— es el pecado más evidente. Todos hemos olvidado dónde dejamos las llaves o el nombre de un actor. Pero ¿sabías que este fenómeno tiene un lado brillante? En 2006 se comenzó a estudiar a personas con hipertimesia o Memoria Autobiográfica Altamente Superior (HSAM), capaces de recordar con detalle casi cada día de sus vidas desde la adolescencia. Suena envidiable, hasta que ves el reverso: muchos de ellos luchan con la ansiedad, atrapados en recuerdos negativos que no pueden dejar atrás.

Schacter explica que, para la mayoría, la transitoriedad actúa como un filtro. El cerebro prioriza lo relevante (¿Dónde aparqué hoy?) y descarta lo superfluo (¿Qué desayuné hace tres martes?). Incluso existen técnicas para potenciar este filtrado, como la práctica de recuperación (repetir activamente información clave), que reduce el olvido a largo plazo. Un estudio de Roediger y Karpicke (2006) demostró que los estudiantes que se autoevaluaban retenían un 50% más de contenido tras una semana que quienes solo releían apuntes. Olvidar lo trivial, pues, nos permite centrarnos en lo esencial.

Despiste, o el precio de la multitarea

El segundo pecado, el despiste, ocurre cuando no prestamos atención en el momento crítico. ¿Quién no ha dejado una cazuela al fuego o ha olvidado enviar un email importante? Schacter menciona un caso escalofriante: padres que, por cambios de rutina o estrés, dejan a sus bebés en coches bajo el sol. Estos dramas, aunque extremos, ilustran cómo el cerebro depende de señales contextuales para activar recuerdos. Si la rutina se altera (ej.: llevar al niño al jardín de infancia en lugar de a la guardería), y la mente está absorta en otras preocupaciones, el sistema falla.

Aquí entra en juego el llamado vagabundeo mental (mind wandering), un fenómeno que ha sido ampliamente estudiado. En clases o reuniones, hasta el 40% del tiempo nuestra atención divaga. Esto no siempre es malo —la creatividad a menudo surge en esos momentos—, pero perjudica la retención. Soluciones simples, como pausas con preguntas breves durante una conferencia, reducen la distracción y mejoran el aprendizaje. El despiste, en definitiva, nos recuerda que la atención es un recurso limitado. Y que, a veces, necesitamos ayudas externas —como alarmas en los coches— para compensar sus lagunas.

Atribución errónea: Cuando el cerebro «copia y pega» mal

¿Alguna vez has tenido un déjà vu? Esa sensación de «esto ya lo he vivido» es un ejemplo clásico de atribución errónea: asignar un recuerdo a la fuente equivocada. Cleary y Claxton (2018) recrearon este fenómeno en laboratorio usando realidad virtual. Mostraron que, si una escena nueva comparte estructura espacial con otra ya vivida (ej.: la disposición de muebles en dos habitaciones distintas), el cerebro genera una falsa sensación de familiaridad.

Este «pecado» tiene un propósito. La memoria no almacena experiencias como archivos estáticos, sino como redes flexibles. Esto nos permite hacer analogías («Esta situación se parece a aquella otra») y predecir escenarios futuros. El problema surge cuando el cerebro recombina elementos sin avisar. Por ejemplo, confundir un sueño con un hecho real o citar una frase inventada como si fuera de Shakespeare. Pero sin esta flexibilidad seríamos incapaces de innovar o adaptarnos a lo desconocido.

Sugestionabilidad y sesgo: Los recuerdos que construye la tribu

En 2015, Shaw y Porter lograron que el 70% de sus participantes «recordaran» haber cometido un crimen en la adolescencia… algo que jamás ocurrió. Usando presión social y visualización guiada, implantaron recuerdos detallados de robos o agresiones. El estudio generó polémica —otros investigadores argumentaron que muchos solo desarrollaron falsas creencias, no recuerdos vívidos—, pero reveló hasta qué punto la memoria es socialmente maleable.

El sesgo, por su parte, nos hace reescribir el pasado para que encaje con nuestras creencias actuales. En un experimento sobre política, Frenda et al. (2013) mostraron que conservadores y liberales tendían a «recordar» noticias falsas que perjudicaban a sus rivales. Más recientemente, Murphy et al. (2019) detectaron algo similar durante el referéndum del aborto en Irlanda: partidarios de cada bando «recordaban» escándalos inventados contra el oponente.

Estos mecanismos, aunque distorsionan la realidad, refuerzan la cohesión grupal. Adaptar los recuerdos a la narrativa colectiva —o a nuestra autoimagen— nos ayuda a mantener una identidad estable en un mundo complejo. El riesgo, claro, es que las fake news exploten esta vulnerabilidad.

Persistencia: Cuando el cerebro no suelta el pasado

El último pecado, la persistencia, se manifiesta en recuerdos intrusivos —traumas, fracasos, momentos vergonzosos— que resurgen una y otra vez. Es el lado oscuro de la memoria emocional, diseñada para evitar peligros («No vuelvas a tocar una estufa caliente»). En exceso, sin embargo, puede paralizarnos.

Aquí la neurociencia ofrece pistas. Estudios con el paradigma think/no-think —donde se pide a participantes que supriman activamente ciertos recuerdos— muestran que la corteza prefrontal inhibe la actividad del hipocampo, reduciendo la intensidad de la memoria. Curiosamente, niveles altos de GABA (un neurotransmisor inhibitorio) en el hipocampo se correlacionan con mayor capacidad para bloquear pensamientos no deseados. La persistencia, en otras palabras, no es un fallo, sino un mecanismo de supervivencia que a veces se desborda.

La memoria como aliada imperfecta pero ingeniosa

En definitiva, los errores de la memoria no son fallos, sino pruebas de su flexibilidad. Olvidamos detalles para generalizar, confundimos fuentes para crear conexiones nuevas, y ajustamos recuerdos para encajar en nuestra tribu. Como señala Schacter, son el resultado de procesos constructivos adaptativos: mecanismos que, pese a sus deslices, nos permiten aprender, innovar y navegar un mundo impredecible.

La próxima vez que olvides una cita o discutas por un recuerdo contradictorio, piensa en esto: tu memoria no está enferma. Está haciendo exactamente lo que evolucionó para hacer: equilibrar precisión con eficiencia. Y eso, aunque a veces nos juegue malas pasadas, es bastante brillante.

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