Imagínate caminando por una calle desconocida y cruzarte con alguien que viste, habla o se comporta de manera radicalmente distinta a ti. ¿Qué sientes? Curiosidad, tal vez. Pero siendo sinceros, lo más probable es que notes un cosquilleo incómodo, una tensión que te hace acelerar el paso o evitar el contacto visual. Ese malestar, ese rechazo automático hacia lo que percibimos como otro, es lo que llamamos miedo a la alteridad . Y no es algo trivial: está en la base de prejuicios, conflictos sociales e incluso violencia.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto aceptar al otro? ¿Qué mecanismos psicológicos y sociales activan esta respuesta? Y, sobre todo, ¿podemos reprogramar nuestro cerebro para convertir el miedo en curiosidad?
El cerebro tribal: un hardware antiguo en un mundo moderno
Empecemos por la biología. Nuestro cerebro tiene una región llamada amígdala, encargada de procesar el miedo. Cuando detecta algo desconocido —un rostro con rasgos diferentes, un acento foráneo—, activa una alarma primitiva: «¡Cuidado! Esto no es de tu tribu». Es un mecanismo de supervivencia que heredamos de nuestros ancestros, para quienes lo ajeno podía significar peligro físico.
Un estudio de Phelps et al. (2000) demostró que la amígdala se activa más ante caras de grupos raciales distintos al propio, incluso en personas que se consideran no racistas. ¿La conclusión? El prejuicio no siempre es consciente; a veces es un eco evolutivo. Pero aquí está la clave: el cerebro puede aprender. La neuroplasticidad nos permite reconfigurar esas respuestas automáticas mediante experiencia y reflexión.
La construcción social del “nosotros” vs. “ellos”
La psicología social lleva décadas estudiando cómo dividimos el mundo en categorías. Henri Tajfel, con su Teoría de la Identidad Social (1979), mostró que basta agrupar a personas en equipos aleatorios para que surjan prejuicios hacia el grupo externo. ¿Por qué? Porque necesitamos sentir pertenencia. El problema llega cuando esa identidad se basa en oprimir o deshumanizar al diferente.
Un ejemplo brutal es el experimento de la Cárcel de Stanford (Zimbardo, 1971). En solo días, estudiantes normales asignados como «guardianes» empezaron a abusar de los «presos». La lección es incómoda: bajo ciertas condiciones, cualquiera puede convertirse en opresor si el sistema legitima la división.
El miedo como arma política (y de ventas)
Aquí entran en juego factores externos. Gobiernos, medios y algoritmos explotan nuestra aversión a lo distinto. ¿Recuerdas el «ellos vienen a quitarnos el trabajo»? Es una narrativa repetida en Brexit, Trump o Vox. Funciona porque el miedo a la alteridad se mezcla con inseguridades económicas.
La investigadora Diana Mutz (2018) analizó cómo la globalización aumenta la sensación de amenaza identitaria. Curiosamente, no son los más pobres, sino las clases medias en declive quienes más rechazan la diversidad. ¿Por qué? Porque su estatus —antes estable— se tambalea, y necesitan chivos expiatorios.
Y no olvidemos a las redes sociales. Un informe del MIT (2021) reveló que los mensajes con contenido moralizante y emocional (especialmente indignación) se viralizan un 30% más. Las plataformas premian la polarización: cuantos más clicks genera el odio al «otro», más lo alimentan.
Cuando el miedo se convierte en violencia
Las consecuencias no son abstractas. En 2020, la ONU reportó un aumento del 40% en delitos de odio en Europa hacia migrantes y LGBTQ+. Y no es solo violencia física: microagresiones cotidianas («¿De dónde eres de verdad?») erosionan la salud mental de las minorías.
La psicóloga Michelle Hebl estudió en 2010 cómo la discriminación sutil —miradas de desconfianza en una tienda, tonos condescendientes— genera estrés crónico. El cuerpo no distingue entre un león y un comentario racista: ambos activan el cortisol. A largo plazo, esto aumenta riesgos de depresión o enfermedades cardiovasculares.
Reparar la grieta: estrategias basadas en evidencia
¿Hay esperanza? Absolutamente. La ciencia ofrece herramientas para frenar este círculo vicioso:
- Contacto significativo: Gordon Allport propuso en 1954 que la convivencia entre grupos reduce prejuicios si hay metas comunes e igualdad de estatus. Un metaestudio de Pettigrew y Tropp (2006) confirmó su eficacia en el 94% de los casos. Ejemplo: programas donde vecinos de distintos orígenes colaboran en huertos urbanos.
- Educación emocional: Enseñar a los niños a nombrar y gestionar el miedo. Un proyecto realizado en 2020 en colegios españoles usó juegos de rol para fomentar empatía hacia culturas minoritarias. Tras un año, los alumnos mostraron un 35% menos de estereotipos.
- Narrativas alternativas: Los medios pueden cambiar el enfoque. La serie «El Príncipe» retrató a la comunidad gitana y musulmana de Ceuta con matices, no como villanos. Investigadores posteriores hallaron que sus espectadores desarrollaban actitudes más positivas hacia este colectivo.
Reflexión final: ¿Somos prisioneros de nuestro cerebro?
Al final, el miedo al otro es un miedo a nosotros mismos. A que ese espejo nos muestre partes que no queremos ver: inseguridades, privilegios, fragilidades. Pero ahí reside la belleza: solo abrazando la alteridad crecemos como individuos y sociedades.
El miedo a la alteridad es humano, pero no es un destino inevitable. Como dijo Nelson Mandela : “Porque para ser libres, no solo debemos vencer al opresor, sino también al opresor que llevamos dentro” . La clave está en reconocer nuestros sesgos —todos los tenemos— y cuestionarlos. Ese malestar que sientes al ver a alguien diferente no es una orden. Es una señal para detenerte, observar y elegir: ¿huir o entender?
La buena noticia es que, aunque el cerebro nos incline a temer, también nos dota de herramientas para superarlo. La curiosidad, el diálogo y la humildad son antídotos poderosos. Después de todo, la alteridad no es una amenaza: es lo que nos salva de la monotonía y nos empuja a crecer.
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