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Cuando mencionamos la palabra asombro, es probable que nos venga a la cabeza la expresión facial de una persona con la boca abierta y los ojos como platos. Y no es casualidad que estos dos instrumentos de los sentidos se abran de par en par para recibir a lo asombroso, para dejar entrar cada ápice de él en nuestra alma…
Aunque el asombro no es una emoción en sí plenamente estudiada, sí que merece que nos detengamos a valorar su verdadero sentido. Un sentido que a veces se nos escapa, haciendo que nos perdamos lo que en realidad importa.
Lo asombroso: una luz entre las tinieblas
No es de extrañar que algunos filósofos de la talla de Platón o Aristóteles considerasen al asombro como un sentimiento que ilumina nuestra mente. De algún modo, cuando algo nos asombra, nos “quita la sombra” es decir, nos hace salir de nuestro ensimismamiento, dejando brotar la luz propia de nuestra consciencia y conectándonos de un modo especial con aquello que nos resulta asombroso.
Para llevarlo a lo terrenal, un atardecer, un armonioso manantial o un precioso pájaro pueden llegar a hacernos sentir cosas hermosas en nuestro interior. Y es que, precisamente, gracias a ellos, nuestra tozuda insistencia en ponerle nombre a todo se desmaterializa.
De esta forma, aquello que nos asombra parece conectar con algo propio, carente de forma, y que todos llevamos dentro. Da igual como se llame, lo cierto es que de esa conexión brota una alegría difícil de describir, difícil de medir, difícil de demostrar…
Las estructuras mentales: enemigas del asombro
¿Te has preguntado alguna vez por qué a un niño se le cae la baba de emoción cuando contempla una pequeña ardilla? ¿Cómo puede ser que el viento meciendo las hojas de los árboles sea capaz de acallar su llanto y mantenerles atentos de una manera casi hipnótica?
Algunos responderán que se debe a que los bebés y los niños están descubriendo el mundo y que, al haber visto esas cosas por primera vez, se asombran con ellas. Y les diré que llevan razón a medias… Hay un motivo igualmente importante para que este asombro se produzca, y tiene mucho que ver con sus aún poco formadas estructuras mentales.
Los adultos parecemos obsesionados con encontrar razones a todo. Y no sólo eso, hasta tenemos un enorme diccionario con miles y miles de palabras para definir nuestro entorno. Y aunque todo eso, en parte, pueda sernos útil, también es el origen de nuestra enorme dificultad para asombrarnos y a veces nos impide disfrutar de la experiencia tal y como se nos presenta.
En el caso de los niños, parece bastante claro que aún no han entrado en el juego de nombrar y definirlo todo. Disfrutan de la propia esencia de las cosas, están ansiosos por descubrir, por dejarse impregnar por el aroma y la luz que las propias experiencias traen consigo.
Esto es algo casi mágico, pues basta con ver como son capaces de estar totalmente en el presente, observando ese caracol desplazándose por el suelo o ese conejo construyendo su madriguera. ¿Y adivinas qué expresión hay en su rostro? Exacto, la del asombro.
Volver a asombrarnos, volver a vivir
Los seres humanos parecemos haber perdido nuestra capacidad de asombro. Lo tenemos todo tan visto, nos es tan fácil categorizar y etiquetar las cosas, que nos decimos que es mejor “no perder más el tiempo” con esto o con lo otro. Pero lo cierto es que, muchas veces, no podríamos estar más equivocados.
Con este artículo me gustaría romper una lanza a favor de recuperar esa cualidad perdida que es el asombro. Dejarse sorprender, dejarse emocionar, dejarse descubrir la profundidad de las cosas dejando de lado nuestra casi obsesiva necesidad de controlar.
De esta forma, muchas de las dolencias y pesares que nos afligen se esfumarían, pues ya no estaríamos tan inmersos en el “yo y mi historia”. En cambio, bien podríamos sustituir esta forma de pensar por un “hoy quiero dejarme asombrar por lo más simple”.
El aroma de un buen café, un majestuoso amanecer, el rugido de las olas rompiendo al chocar con la playa, la perfección en la sonrisa de un niño… Tenemos cientos de oportunidades cada día para dejarnos cautivar, para conectar con lo realmente importante. En definitiva, para asombrarnos.
Referencias
La importancia de educar en el asombro y en la realidad – Catherine L’Ecuyer (catherinelecuyer.com)